20 de octubre de 2007

Cienfuegos

Detrás del barranco, en Cienfuegos, hay un pueblo tan fantástico como maravilloso. Esta consideración no se debe por fenómenos climáticos, inexistentes por cierto, aunque Eugenio se encargara de pronosticarlos desde la habitación catorce del manicomio. Se debía, definitivamente, a los habitantes del lugar.
El conocido Eugenio, era probablemente el loco más iluminado y popular de la zona. Se lo conocía por sus escándalos nocturnos en las calles, vociferando locuras tales como “La revolución cubana nunca existió”, y demás demencias. Por tal motivo, fue denunciado por Ricardo, el más destacado profesor del lugar, puesto que sus estudiantes, a la hora del examen, esgrimían que no habían podido estudiar por estos escándalos. Debido a la honorabilidad del catedrático, la policía cubana no tuvo más remedio que derivarlo a un loquero, como dicen los vecinos.
El barrio no es el mismo desde su partida. Nadie sabe como se encuentra, ni dónde, aunque como era de suponerse, hay algunos que aseveran tener conocimiento sobre su paradero y otros datos. Alguna vez, Jorge Pérez, un periodista retirado, dijo que, luego de una serie de averiguaciones con la ayuda de fuentes sumamente confiables, lo habían medicado de más, a modo de asesinato. La sorpresa de los habitantes duró poco, ya que se supo, lo dijo para despuntar el vicio de tener la primicia que el pueblo buscaba. Era todo, lisa y llanamente, una soberbia mentira.
La verdad sobre Eugenio, es que terminó encerrado entre cuatro paredes blancas, las cuales eran víctimas de golpizas de un loco que las creía muertos que resucitaban, y que venían a matarlo.
Cienfuegos, entonces, era una cuidad con personajes más que extravagantes. Puedo mencionar, asimismo, el increíble nombramiento, como ciudadano ilustre, a un hombre que murió de amor por una sirena. Un día soleado, al no ver a la sirena en la orilla, cantando sus armoniosas canciones, que desde hacía meses no entonaba, se internó en el mar para buscarla. Olvidó que no puede salir vivo de allí quien no sabe nadar. El no sabía, y por ende, jamás volvió de la travesía.
Y este mismo mar que inmortalizó a este hombre, fue protagonista de una historia hermosa, que me contó un anciano que estaba sentado en el umbral de su casa, mientras yo pasaba delante de él. Mientras contemplaba el paisaje cubano, donde se respira utopía y revolución, una voz me dijo:
- Jamás lo he visto por aquí a usted, debe ser turista. Al ver mi cara de sorpresa, que afirmaba la hipótesis del viejo, agregó. Le voy a contar una historia, que le aseguro, no olvidará jamás.
No parecía ser una propuesta digna de ser rechazada. Asimismo, especulé que tardaría varios minutos en contarla, inclusive más de lo que imaginaba y esperaba, puesto que el hombre carecía de casi toda la dentadura. Hablaba con mucha dificultad, lo cual significa que abusaba de pausas. Frente a mis movimientos inquietos, comenzó a hablar.
- Seguramente le extrañará algunos habitantes de aquí. Son medios raros, poco convencionales, diría yo. Pero no es nuevo esto, viene de antaño, más bien es una costumbre. Hará poco más de un siglo, vivía cerca del mar un buen hombre, llamado Fermín. Decía que sus capacidades para convertir al agua en oro eran indudables e irrefutables, así como también increíbles. Con poco más de un litro era capaz de hacer cinco monedas de oro. Muchos lo tomaron por un perfecto imbécil, otros como un enviado de Dios, y sólo unos pocos, quizás los más sensatos, como alguien que quizá decía la verdad.
Agregó que, debido a su talento natural, podía convertir a los océanos en grandísimas extensiones de oro. Comenzó a hacerse conocido, y aparecieron, de manera repentina, los amigos oportunistas, que se vestían de casualidad y de humildad, para no levantar sospecha. Pero en realidad, eran seres siniestros, especuladores, hasta tenebrosos. De este modo, quisieron parte de lo que él podía fabricar y que, por cierto, no le costaba de mucho esfuerzo. No obstante, jamás vieron siquiera una pepita.
En ese momento, el viejo se inclinó hacia su derecha, dando señas de un posible desmayo. Atiné a tomarlo del hombro y preguntarle si estaba bien. Pregunta estúpida si las hay, puesto que quién puede sentirse bien si está a punto de desvanecerse. Y aunque siempre pensé esto, me sorprendió su respuesta.
- No estoy bien, joven- dijo casi sin mover los labios. Pero le contaré el final de la historia.
- Cierto día, el hombre le envió una carta al gobernador de Cienfuegos. Le comentaba, con letra muy poco clara, lo que yo le acabo de contar, antes de marearme. Inclusive lo que podía hacer con los mares. Debido a la falta de claridad de su letra, el mismísimo gobernador, que reunía las mismas cualidades que los amigos oportunistas, le envió una carta preguntándole si era verdad lo que sus ojos habían leído.
Rápidamente llegó la respuesta. Le escribió que sí, y que si le daba una gran recompensa, que constara de cincuenta monedas de oro, el trabajaría para él y le haría todas las monedas que le pida.
- Parece absurdo, dije tímidamente. Para qué pide lo que puede fabricar.
- Espere un momento, caballero. No se apresure a realizar objeciones por adelantado. El viejo caviló un instante y luego de un instante, continuó.
El convertidor esperó la respuesta del alcalde con poca paciencia y con una notable desesperación, aunque presumía que la respuesta sería positiva, puesto que era un negocio que beneficiaba a ambos. Se imaginaba trabajando para el político, y siendo una de las personas más renombradas y respetadas del lugar. Los vecinos, debo decirle, estimado turista, la esperaban con las mismas ansias que Fermín, aunque mantenían que era un mentiroso, y que las primas que ingenuamente le daría el gobernador, le serviría para irse a otro pueblo y volver a hacer el mismo cuento. Nunca se supo si era verdad o mentira, pero lo cierto es que la respuesta llegó, después de tanto.
Esta vez, no fue una carta, sino una mediana bolsa. Al hombre le brillaron los ojos. Desanudó la bolsa, y a decepción de él, no había cincuenta monedas de oro. Había un pequeño papel con una sola frase burlona: “Señor Fermín, fabríquese usted su recompensa”.
El gobernador no creyó claramente en la historia. Se comenta que el convertidor de oro, como lo llamaban los que en él creían, y el estafador, como decían los que dudaban de su honor, partió hacia otro pueblo de Cuba, donde es, nada más y nada menos, ciudadano ilustre, y donde tiene, en la plaza central, una gran estatua de oro en homenaje a su memoria.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

me parece un increible cuento, con una redaccion extraordinaria que en un futuro proximo te identificara con un estilo propio y exitoso, te deseo mucha suerte
tu seguidor pascu

Anónimo dijo...

gastón: si que me acuerdo de vos...un solo consejo (los mayores tendemos a darlos: un estorbo)
volvé a leer lo que escribís, en voz alta mejor, así obvias los pequeños errores de tecleado que dificultan la comprensión del lector...es una tontería que no hace al interés de un texto, pero si querés ser profesional tendrás que hacerlo.
un abrazo y congratulaciones
el cacho de pan